Nazareno

 

Nazareno

¿Sabés a quién estás criando?

“Escribanía” dice el cartel de la puerta escrito con letras plateadas. Adentro un grupo de personas están sentadas alrededor de una mesa. El silencio es tenso, alterado a veces por el sonido del paso por la calle de algún auto, que parece lejano. En la cabecera de la mesa un señor con anteojos se dispone a leer unos papeles. Los siete hermanos esperan.  Seis rostros están muy serios, graves, mustios. No es para menos, hace una semana que perdieron a sus padres en un accidente aéreo. Al principio parecía que podía haber sobrevivientes, pero en pocas horas la esperanza se desvaneció dando lugar a la perplejidad, al desgarro, al largo tramiterío y al desconsolado entierro. El séptimo rostro está distinto, ansioso, casi feliz, desbordando entusiasmo como el de un niño que espera recibir un premio. Es el de Nazareno.

Desde que nació, como el menor de siete hermanos y con muchos años de diferencia con el anterior, Nazareno había sido el hazmerreír de toda la familia. Su padre, Rómulo, jamás lo tuvo en cuenta. Su nacimiento fue casi una sorpresa que lo agarró viejo, cansado de tantos niños y muy ocupado atendiendo su negocio: el molino harinero que desde hacía muchos años era propiedad de la familia. Sus hermanos siempre lo consideraron un flojo, un tonto, un nene de mamá al que le prodigaban burlas y destratos. Solo su madre lo había protegido, cuidado; estuvo siempre pendiente de él. A la pobre no le había sido nada fácil. Ya en el parto hubo que utilizar “forceps” para sacarlo, lo que generó en Nazareno un sueño recurrente: se sentía en un angosto y oscuro  pasadizo sin poder ir para adelante ni para atrás, se angustiaba, lloraba y en ese momento se despertaba. No pudo adaptarse al jardín de infantes, donde su madre debió quedarse en la salita con él todo el año. Durante el primario no podía cumplir las reglas y lo mandaban casi siempre a la Dirección. En el secundario transitó tres colegios distintos y batió records de aplazos y de horas de profesora particular. Empezó tres carreras que no pudo terminar: primero arquitectura, luego medicina y finalmente psicología. Resultó que ninguna era su verdadera vocación. Se lo consideraba un buenmozo y tenía mucho éxito con las mujeres, pero las novias le duraban poco.

El día en que cumplió 30 años le pidió a su madre entrar a trabajar en la empresa familiar. Quería sentirse útil haciendo algo y disponer de su propio dinero. Siempre había escuchado las charlas y discusiones entre su padre y sus hermanos sobre el molino cuando se juntaban en los asados de los domingos y le habían resultado divertidas a pesar de que no lo dejaban participar. Además, si sus hermanos trabajaban allí, él tenía el mismo derecho. Su madre quedó en consultarlo con su padre pero la respuesta se demoraba. Después de un tiempo le dijeron que en ese momento no había vacantes para trabajar pero que en el primer puesto libre sería convocado. No le gustó nada la respuesta. ¿Desde cuando en una empresa familiar hacen faltan vacantes para que entren a trabajar los hijos?. ¿Acaso sus hermanos no habían entrado todos? Hasta que un día tuvo su gran oportunidad. Había que ir a Río Cuarto a cerrar una compra de granos de las que dependía la producción de todo el año y ni su padre ni sus hermanos estaban disponibles. Por supuesto que el gerente de compras podía ir, pero el vendedor exigía que fuera un miembro de la familia. Nazareno estaba muy excitado. Al fín podría demostrar su capacidad e incorporarse al negocio familiar. El viaje fue como un sueño. Vuelo en business, hotel cinco estrellas, camioneta con chofer a su disposición, visita a los trigales, asado criollo, carrera de sortijas y guitarreada. Todo tipo de atenciones para él. A la mañana siguiente llegó el momento de formalizar el contrato. Le dijeron que el texto había sido arreglado previamente por los gerentes de ambas empresas por lo que Nazareno se limitó a firmar el contrato, entregar los cheques y apretar la mano del vendedor. Fotos, sonrisas y vuelo de vuelta. Era viernes, se relajó el fin de semana y el lunes fue directamente a la empresa a ocupar su merecido puesto en ella. Se sentía un ganador. La sensación de triunfo le duró poco. Cuando su padre analizó el contrato se dio cuenta de que el trigo comprado era de baja calidad, muy distinta a la conversada, con un rinde menor, lo que implicaba un pésimo negocio, y Nazareno ¡no se había dado cuenta de ello al firmar!.Fue un bochorno. Durante la semana siguiente todos los miembros de la familia, salvo su madre, le dijeron todas las cosas horribles que siempre pensaban de él y que nunca le habían verbalizado. Nazareno estaba mortalmente herido, deprimido, sin fuerzas ni para levantarse de la cama. El domingo a la tarde su madre lo llamó y le dijo: la familia se reunió y decidió que lo mejor es que por ahora no vuelvas a la empresa. Te proponen que hagas un viaje de estudios al exterior que te sirva para capacitarte y adquirir experiencias.

Así fue como Nazareno se fue a Barcelona y por dos años estudió pintura artística en una afamada escuela de arte. Después se instaló en París y se convirtió en un típico bohemio dedicado, sin demasiado entusiasmo, a pintar retratos de turistas en Monmartre, mientras sus gastos principales eran pagados por las remesas de su madre. Al principio se comunicaba semanalmente con ella y de vez en cuando con algún otro miembro de la familia. Con el tiempo las comunicaciones se limitaron a su madre pero solo en momentos muy significativos: los cumpleaños y las fiestas de fin de año. Mientras tanto seguía coleccionando ex novias. Una de ellas fue una turista que se llamaba Bella. Era  una abogada argentina que, cuando él le contó su situación, le hizo ver lo injusto de su exilio involuntario y le dijo que tenía el mismo derecho que sus hermanos a trabajar en la empresa familiar, de la que sería dueño al morir sus padres. Que debía volver a su país y pedir lo que le correspondía por derecho. Ese comentario caló muy hondo en Nazareno y en los siguientes cinco años su resentimiento fue creciendo hasta el punto de que cada noche, antes de irse a dormir, dedicaba expresamente su último pensamiento a ese doloroso tema como si fuera un rito religioso. Cuando se enteró de la repentina muerte de sus padres sufrió un shock. Se entristeció mucho por su madre y la lloró amargamente dos días. No así por su padre. En cuanto se repuso decidió volver.

En el aeropuerto Bella lo estaba esperando. Fueron directamente a un estudio jurídico donde se reunieron con un famoso abogado especializado en defensa de minorías societarias. Él les explicó que como heredero tenía derecho a exigir que le entregaran de inmediato su parte de acciones del molino, como así a exigir rendiciones de cuentas y a revisar todo los movimientos de la empresa, en particular, los gastos familiares y los sueldos de sus hermanos. Coordinaron un meticuloso plan de acción que incluía denuncias fiscales y penales contra la empresa y sus hermanos. ¡Ahora iban a ver quién era él!. Había llegado el momento de la venganza, y sería terrible.

Al otro día y cumpliendo el primer paso del plan, Nazareno, un abogado, un escribano y un contador, concurrieron a la sede de la empresa para exigir ver los libros contables bajo amenaza de pedir una inmediata intervención judicial de la administración. Resultó que no estaba ninguno de sus hermanos para recibirlos. Una secretaria, muy seria y vestida de negro, les dijo que no estaba autorizada a atenderlos pero les informó que sus padres habían dejado testamentos, los que serían leídos al día siguiente en una escribanía en la ciudad de La Plata.

Ahora siguen sentados los siete hermanos alrededor de la mesa, presidida por el escribano. Es mediodía y hace calor. Las ventanas están cerradas y la única luz proviene de una lámpara de plata ubicada en la cabecera. El escribano lee primero el testamento del padre. El mismo Informa que todos los bienes de la herencia fueron oportunamente aportados a la sociedad familiar, dueña del molino, y que el testamento dispone que todas las acciones de esa sociedad sean transferidas a un “fideicomiso societario de administración”. El testamento de la madre dice lo mismo. Nazareno no entiende nada. Su rosto cambia. Se pone serio. Luego de momento de silencio pregunta al escribano ¿Qué significa esto?. Que por treinta años no será socio de la empresa ni tendrá ningún derecho sobre la herencia, le contesta el escribano, agregando que podrá cobrar como “beneficiario” una parte de las utilidades, previa retención de las reservas, por un monto calculado en una suma parecida a la que le giraba mensualmente su madre para atender sus gastos en París.

Nazareno se enoja. No lo puede creer. Habla por teléfono con su abogado, le cuenta las novedades y éste le confirma la situación. No hay nada que hacer por ahora. Siente un mazazo en la cabeza. Queda un rato como desvanecido. Todo le da vueltas. Su venganza y su herencia se han esfumado por obra de un papel firmado por sus padres. ¿Cómo puede ser posible?. Pide un vaso de agua. Después de un rato se va recobrando. Sus hermanos ya se fueron. Junta fuerzas y se levanta para irse. Al salir el escribano le entrega un sobre con la copia del testamento donde figura el nombre del fideicomiso. Sus padres lo denominaron “Silverado”. El notario sale a la puerta, lo despide y lo ve alejarse caminando lentamente por una diagonal platense. Mientras lo observa piensa: “Qué bueno es fabricar a tiempo una bala de plata por si aparece un lobizon”.

 

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