DISCURSO COLACION DE GRADOS

Facultad de Derecho de la UBA, 25 de Abril de 2014.

Es para mí un gran honor poder pronunciar el discurso en esta ceremonia de graduación.

Es la primera vez que lo hago y constituye algo muy especial porque me siento parte de esta Casa de Estudios a la que quiero mucho.

Ingresé como alumno de esta Facultad a los 17 años, y desde entonces, hasta mis actuales 62 años, he estado ininterrumpidamente en ella, primero como alumno de grado, obteniendo el título de abogado. Luego como alumno de posgrado, logrando el título de Doctor en Derecho de la UBA, en el área Derecho Comercial, y finalmente como profesor, pasando por todo el escalafón hasta llegar por concurso, hacer unos años, a la categoría de Profesor Titular de Derecho Comercial donde hoy revisto.

También es un momento especial porque hoy le entrego su título a la flamante abogada DAIANA MASCHERONI, hija de mi querido amigo Jose Luis Mascheroni, compañero por muchos años en la Escuela San Jose de Flores, de los Hermanos de La Salle.

Con estos antecedentes, quiero proclamar este día como un día feliz, con ese concepto de felicidad que no implica un estado permanente, casi imposible de lograr, sino la conciencia de la plenitud del momento presente, donde el mundo parece detenerse, la vida nos sonríe y nos sentimos muy bien. Adoptemos, por un momento, el concepto oriental de concentrarnos en el “ahora” y, de tal modo, ser felices sin los lamentos del pasado y sin las incertidumbres del futuro.

Y este día es feliz tanto si miramos con una cara hacia el pasado y con la otra hacia el futuro, como lo haría el dios Jano, cuanto si miramos el propio presente.

Mirando el pasado el día es feliz porque compensa, reconoce y retribuye privaciones, sacrificios, malos ratos y dificultades, enfrentados con decisión, voluntad, dedicación, persistencia y, en muchos casos, con enorme esfuerzo material y espiritual, no solo de los graduados sino también de sus familias y amigos: de sus padres, hermanos, parejas y/o hijos, según el caso.

También el pasado ha sido feliz por poder estudiar en esta Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, quizás la más prestigiosa de América Latina.

Además nuestra Facultad integra una universidad pública y, como tal, más allá de algunas incomodidades edilicias o instrumentales, brinda dos enormes ventajas tanto a los alumnos como a la propia sociedad:

Por un lado, permite la convivencia y el contacto permanente con otros estudiantes de diverso origen social, lugar de domicilio, nacionalidad, orientación sexual, edad, raza situación económica, religión, cultura e ideología lo que implica, además de un enriquecimiento personal, un valioso ejercicio de integración humana que es fuente de paz social.

Es que cuando vemos que aquél a quien sentimos o consideramos diferente se sienta en el banco de al lado y, mediante la cotidianeidad, lo vamos conociendo en sus preocupaciones, anhelos e inquietudes, empezamos a comprender su visión y nos damos cuenta que, aunque difiera de la nuestra, es respetable. Ello nos hacer dejar los prejuicios y ayuda a la convivencia social.

Por el otro, la universidad pública consagra la libertad de pensamiento y de expresión. La inexistencia de dogmas fundacionales. Todo se puede discutir con respeto y sin censura, incluso la misma existencia de la universidad pública, el ingreso irrestricto, la gratuidad, o el sistema eleccionario. Hay absoluta libertad de Cátedra en cuanto a su orientación y contenidos, y el alumno elige o discute con su profesor.

Es el reino de la dialéctica del pensamiento: cada idea (tesis) admite una contraria (antítesis) de cuya confrontación nace una tercera (síntesis), que es superadora y que, a la vez, encuentra su contraria en un proceso infinito de acercamiento a la verdad. Las ideas no se imponen desde la autoridad sino desde la persuasión del mejor argumento.

También mirando el presente es un día feliz, porque es un día de acción de gracias. Un día de celebración. Un día de emociones donde los hijos agradecen a sus padres y donde los padres agradecen a sus hijos. Donde se alcanza con la mano lo tanto tiempo anhelado. Donde se toca el título y éste queda para siempre.

Ya son abogados y de manera irreversible. Ya subieron un escalón del que nunca nadie los podrá hacer bajar. Ya incorporaron a vuestro nombre un título, que será vuestra carta de presentación para siempre.

Y mirando el futuro es un día feliz por varios motivos.

En primer lugar, porque el título de abogado es académico y, como tal abre la posibilidad de estudios de posgrado en las diversas especialidades, de seguir el doctorado, de investigar en derecho y de hacer docencia secundaria, terciaria y universitaria.

En otros casos, el título es la base o el complemento jurídico de otros estudios u otras carreras profesionales, como ocurre en muchos casos con los contadores.

Pero además, en Argentina, el título universitario de abogado es también un título profesional ya que el ejercicio profesional por parte del graduado no está condicionado a otros requisitos más que el trámite de matriculación en el colegio respectivo.

Quiere decir que a partir de este título ya son abogados de profesión.

Los abogados están muchas veces denostados, criticados, cuestionados, se los ve como aves negras que, en medio de las desgracias buscan su propia ganancia.

Esto, claramente, no es así. Hay abogados de todas las categorías humanas y profesionales, como en todas las profesionales.

Lo que no puede discutirse es la excelencia de la abogacía como una de las profesiones más nobles que está regida por importantes reglas éticas que constituyen los mandamientos del abogado.

Tradicionalmente, el abogado es una parte imprescindible del sistema judicial que tiene como misión la defensa en los tribunales de los derechos de los ciudadanos, en conflictos entre particulares y también en conflictos con el propio Estado.

Modernamente, debemos señalar que el rol del abogado va creciendo y que a su función de litigante se le suman otras dos: la de asesor y la de negociador. Ésta última de la mayor importancia ya que si bien y como regla los conflictos no pueden resolverse por la fuerza sino que deben ser litigados y solucionados en los tribunales, por los jueces del Estado y con el monopolio de la fuerza pública, la mejor solución, la más duradera, la que no deja vencedores ni vencidos, es la que pueden lograr las partes mediante la negociación. Y en éste ámbito, el rol del abogado capacitado y con vocación negociadora es fundamental.

Pero en todos los casos, de litigio, de asesoramiento o de negociación, los abogados estamos para ayudar a los clientes, para apoyarlos, para contenerlos emocionalmente y para aportar herramientas legales que permitan terminar con los conflictos o crear soluciones con seguridad jurídica.

Es por eso que el mayor activo de un abogado es la confianza que le tienen sus clientes, que debe ser ganada, conservada y correspondida por el abogado.

Por todo ello Uds., flamantes graduados, deben sentir ya el orgullo de ser abogado y nunca permitir que se denoste la profesión. Puede haber abogados malos, habrá que expulsarlos de la profesión, pero no se puede tolerar que se critique la abogacía.

Ahora bien, las posibilidades del título de abogado no se agotan en el ejercicio de la profesión sino que éste también aplica en materia de carrera judicial, desde funcionario hasta magistrado, en la carrera diplomática, en la legislativa, en la política y en el rol de funcionario en cualquiera de los poderes del Estado, o en organizaciones privadas locales o internacionales.

En segundo término, el futuro es feliz porque el título es el comienzo de un nuevo camino: el de la capacitación profesional y el de la especialización.

Es que en un mundo de inflación normativa y de constantes cambios legislativos, que tratan de adaptarse a los cambios de circunstancias y de valores sociales, los estudios de grado son necesarios pero no suficientes. Ya el saber jurídico no cabe en las pocas materias de la carrera y, por ende, ésta da una base que debe ser continuada en estudios de posgrado según la orientación o especialidad de cada uno.

Es por eso que el graduado debe seguir estudiando y, además, orientarse hacia una especialidad, sea de las tradicionales o de las nuevas como son los derechos de las nuevas tecnologías, deportivo, ambiental, de las energías, de la bioética, de la integración, de los agro negocios, del consumidor, de daños, o incursionar en las áreas interdisciplinarias tales como el derecho contable, las empresas familiares, etc..

Ello debería complementarse con el manejo de algún idioma extranjero en un mundo globalizado y donde la mayoría de la información, inclusive jurídica, está en inglés.

 

Finalmente, y además de la proclamación de felicidad, quiero formularles una invitación. Una invitación a asumir un compromiso ético con la Argentina.

Nuestro país, gracias a Dios, es muy rico en recursos naturales y en calidades personales individuales.

Sin embargo, lamentablemente y como fruto de diversas circunstancias históricas, el funcionamiento colectivo es malo, somos el único país del mundo que pasó de ser desarrollado a ser subdesarrollado, y el nivel de corrupción cada vez es más alto.

Creo que en la base de esos problemas hay una grave cuestión cultural que tiene al menos cuatro componentes:

El primero es el “desprecio por la ley”. No digo incumplimiento sino liso y llano desprecio. La ley está hecha para los demás. Solo la aplicamos cuando nos conviene. Siempre hay justificaciones para no cumplirla si no nos conviene en el caso. Veamos el caso del peatón en el tránsito que nos grafica plenamente las conductas. Es más, cuando alguien cumple la ley debe explicar a sus amigos porqué lo hace. El desprecio a la ley lleva a un estado de anomia que nos impide crecer como sociedad civilizada.

El segundo elemento es la “gran tolerancia social a la corrupción”. Cuando un corrupto es condenado y va preso, nos da pena y pensamos que como hay corruptos afuera él no debería estar preso.

El tercer componente consiste en la actitud pasiva, en “esperar todo del Estado”, de los demás, de las autoridades, de los otros. Nos vivimos quejando como si no formáramos parte de la comunidad y como si no tuviéramos un rol que cumplir.

Y el cuarto elemento, el peor de todos, es el “escepticismo”, la falta de fe, pensamos que nada va a cambiar, que nada se puede hacer, que las cosas siempre van a seguir así, hagamos lo que hagamos. Que todo intento de cambio es un esfuerzo vano y sin sentido.

Frente a ese cuadro de situación yo los invito como hombres de Derecho, como flamantes abogados, a asumir el compromiso de trabajar todos los días en contrarrestar esa cultura y en lograr un cambio donde la ley sea objeto de valoración por sí misma.

Si la ley es injusta, deben activarse los mecanismos para modificarla, pero no puede estársela violando todo el tiempo.

Y ese trabajo no sólo debe ser una prédica verbal sino estar avalado por el ejemplo en la vida de cada uno de nosotros, tanto en lo personal como en lo profesional. No aceptemos casos de corruptos. Pongamos una línea ética entre los casos que tomamos y los que no estamos dispuestos a tomar.

Son los ejemplos los que mueven a los demás, no las palabras. Miren si no el caso del Papa Francisco.

En definitiva, los invito a formular el compromiso personal de: a) ser esclavos de la ley, b) repudiar la corrupción como un imperativo, c) no esperar que el cambio venga de los demás sino que provenga de nuestro propio trabajo y c), sobre todo, tener fe en la posibilidad de un cambio.

A esos fines les propongo que en medio de la crisis adoptemos la actitud que canta un poeta “quien dijo que todo está perdido…yo vengo a entregar mi corazón”

Asimismo, que en medio de las dificultades sociales, sigamos la máxima de un gran presidente norteamericano: “No preguntes que hace tu país por vos, preguntá qué podes hacer vos por tu país”.

Hoy, con un título de abogado en la mano, es mucho lo que cada uno de ustedes puede hacer por nuestra Patria.

Muchas gracias y felicidades para todos.

 

 

 

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